Déficit habitacional y el negocio del arriendo como un mal social

Por Pablo Tusso Chomali

No es cierto que los jóvenes no busquen el sueño de la casa propia. Argumentar que las nuevas generaciones desean gastar sus ingresos en viajes o “experiencias” y no adquiriendo una vivienda propia es solo un romanticismo de un mercado imperfecto con desastrosas consecuencias sociales.

La Convención Constitucional ha generado diversos frentes de incertidumbre, no obstante, han surgido algunas certezas, dentro de las cuales destaco la incorporación del “derecho a la vivienda”. En un país donde 81 mil familias viven en casi mil campamentos, la cifra más alta desde 1996 y siendo la principal causa la “imposibilidad de pagar los altos precios de los arriendos” (nótese el abandono del sueño de la casa propia implícito en la respuesta), entonces la incorporación del derecho constitucional se observa como muy relevante y significativo para todas esas familias.

En agosto 2019, la Cámara Chilena de la Construcción calculó el índice de acceso a la vivienda, entrando Chile en la categoría de “severamente no alcanzable” y conocido es que en los últimos quince años el precio de las viviendas se ha disparado y se encuentra alejado de cualquier fundamento económico, como el nivel de empleo, el alza de las remuneraciones o incluso la bancarización y las menores tasas de interés; incluso si le incorporamos causas demográficas, regulatorias e impositivas, solo vemos como resultado que se ha coartado la posibilidad de la casa propia para una parte importante de las familias, la “buena noticia” es que se habría descartado la existencia de una burbuja inmobiliaria. Esperemos que la teoría no se equivoque.

Pero el que supuestamente no exista una burbuja inmobiliaria no evita las graves y desastrosas consecuencias que están viviendo cientos de miles de personas en nuestro país producto de los altos precios de las viviendas, pero, al igual que en el tema de pensiones, todos conocemos la realidad pero de políticas públicas poco o nada se ha hecho por aumentar la cantidad de viviendas o la calidad de las mismas, por ejemplo, las propiedades son cada vez más pequeñas y sin áreas verdes, la gran mayoría de bajos niveles de comodidad y sin un mínimo de aislación térmica o eficiencia energética.

A pesar de lo anterior, el mercado inmobiliario no está en declive, cada año se venden más de cincuenta mil viviendas, pero buena parte de estas son adquiridas por pequeños y medianos inversionistas con el objeto de destinarlas al negocio del arriendo, bajo el argumento de que están invirtiendo en su futuro para mejorar una mala pensión, así como también dejar una mejor herencia. Si usted osara preguntar si los ingresos recibidos son declarados al SII, la gran mayoría evitará responder, pues la realidad del sector es que posee niveles de evasión muy altos, más aún cuando muchas propiedades se arriendan amobladas, lo que está afecto a IVA, aún así casi nadie declara y, peor aún, nadie fiscaliza.

El Banco Central expone que en el 2010, del total de personas con hipotecarios, el 71% poseía uno solo de estos créditos, cifra que había disminuido hasta un 52% en 2018. En contraposición, los deudores con más de 3 créditos hipotecarios pasaron desde un 4,3% hasta casi un 9,0% y la cifra sigue en aumento. Pero ¿cómo lo hacen estos pequeños inversionistas para adquirir tantas propiedades simultáneamente? Es bastante simple en realidad, de hecho existen asesores que cobran (la mayoría sin siquiera emitir una boleta de honorarios) por hacer las gestiones.

El proceso se basa en esconder la deuda vía mutuarias, donde si una persona del decil más rico puede, por medio de un banco, adquirir por ejemplo tres viviendas de UF1.000 para destinarlas al arriendo, entonces bajo un “shadow banking” iría a cinco mutuarias distintas y podría adquirir quince departamentos, sobreendeudándose respecto a cualquier parámetro racional, transformándose en un factor de riesgo del mercado del crédito y adicional e indudablemente presionando la demanda, cosa que es peor aún, muchos de estos créditos son cursados sin pagar un pie, lo cual se logra inflando los precios o en otras ocasiones pagándolo en muchas cuotas, por lo que la barrera de un alto pie se diluye para aquellos con altas rentas.

El lector se preguntará: ¿qué tiene de malo que existan propiedades para arriendo?, eso genera dinamismo e incentiva la construcción. Lo anterior no es así. En simple y en términos económicos, la “casa propia” es el bien que prefiere la sociedad, pero que cuando no se puede acceder a este, ya sea porque el precio es muy alto, por no acceder a créditos de tan alto valor o la imposibilidad de pagar los cuantiosos pie solicitados (ni siquiera en cuotas), entonces en estos casos el sustituto es el arriendo. Pero ¿y si no podemos arrendar, por ejemplo, por tener ingresos variables o estar en Dicom? Entonces lo más probable es que buscaría vivir con otras personas, juntando los ingresos y arrendando en conjunto.

La primera consecuencia es que vivirían bajo hacinamiento (aquel “extraño” y “curioso” fenómeno que nuestra élite política desconocía previo a la pandemia –cuando se dice que necesitamos un político que “tenga calle”, nos referimos a que conozca este tipo de realidad y que no sea insensible a ella–) que, según la encuesta CASEN 2017, equivale a más de 1,7 millones de personas. En el caso extremo, si ni juntando los ingresos fuera suficiente o si por motivos del hacinamiento, abusos o las condiciones de vida fueran tan deplorables para vivir así, entonces la última opción es vivir en una toma o en campamento, sin lo más básico para poder calificar algo como vivienda y mucho menos hablar de dignidad.

El mercado inmobiliario conoce perfectamente esta escala de preferencias y el desarrollador inmobiliario crea viviendas de baja calidad en comunas de ingresos medio y bajo, ya que el inversionista es menos exigente que un propietario residente y así ya se comienzan a visualizar los nocivos efectos del mercado del arriendo.

Así las cosas, por ejemplo, romantizar que los jóvenes prefieren gastar en experiencia en vez de comprar la casa propia es inventarnos una bonita historia generacional para esconder los defectos del mercado inmobiliario y justificar la inoperancia política que deriva en que, en realidad, para cualquier joven o pareja de jóvenes es prácticamente imposible cumplir el sueño de la casa propia, viéndose obligados a arrendar.

Como mencioné anteriormente, el negocio de arriendo no es el que genera el dinamismo del mercado inmobiliario, de hecho lo commodiza y deteriora, puesto que la cantidad demandada depende de factores demográficos y solo en parte económicos, pero el precio dispuesto a pagar es el que tiene el mayor impacto, dada la distorsión por la falta de transparencia y la falta de una ley de deuda consolidada, una oferta coartada y restringida (escasez artificial) por las restricciones regulatorias, como los planos reguladores comunales o la delimitación de la zonas urbanas y rurales (cosa que algunos inescrupulosos logran sortear exitosamente, aprovechando los cambios de uso de suelo para “hacer una pasada” –con uso de información privilegiada– y, así, hacer un tremendo negocio, y mejor si es con la ayuda de un banco amigo).

El negocio del arriendo residencial no es distinto al del cigarro o la venta de alcohol y, por tanto, debiese ser tratado como un mercado con externalidades negativas de enormes proporciones y altamente regulado con las herramientas de las políticas públicas para desincentivarlo, controlarlo así de debe gravar tributariamente para compensar sus efectos, sumarle una fuerte fiscalización por parte del SII, aplicando supuestos de ingresos a los miles de inversionistas del sector, tanto privados como institucionales. Esto, en conjunto con una liberación de la altura en los planos reguladores en zonas cercanas al metro, la ampliación del radio de cobertura urbana del transporte público, redundarán en una creciente oferta de viviendas y una demanda que buscará formalizar su empleo, ahorrará para pagar cumplir el sueño de la casa propia y en el neto implicará una contención en el alza continua de los precios.

La pregunta que finalmente nos hacemos: ¿era necesario llegar a una Convención Constitucional para poner esto como prioridad?

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