Hablemos de moda: los barrios y la «narcocultura»

Fuente: El Mostrador 08-11-2017

Jorge Larenas y Xenia Fuster reflexionan sobre la moda de hablar de la “narcocultura” y de cómo este hecho da cuenta de una expresión profunda de las desigualdades en Chile

El narcotráfico no es un tema de hoy: hace años llegó, se instaló, lo diagnosticamos, identificamos e intervenimos. En ciertos momentos el narcotráfico se pone de moda y, por tanto, todos queremos opinar, realizar análisis y proponer soluciones. La moda se intensifica especialmente en periodos electorales y cambios de gobierno (los gobiernos salientes destacan su “lucha contra los narcos” y los entrantes prometen redoblar esfuerzos). Sin embargo, hay veces que es el mismo narco el que se pone en la agenda pública: las batallas por cuidar el territorio y ampliar el negocio hacen que, naturalmente, los espectadores cotidianos -las víctimas- denuncien y exijan vivir en paz y tranquilos.

Desde principios de los 90’s, en los barrios populares chilenos hubo un recambio de los agentes de control: salieron los militares y llegaron los narcos. La presencia del narcotráfico estuvo durante años naturalizada en este tipo de barrios. En efecto, los diagnósticos (públicos, privados y académicos) dirigidos a identificar la pobreza y la vulnerabilidad de los barrios, aún incorporan la variable “presencia de narcotráfico”. Esto como si el narcotráfico fuera un hecho aislado, independiente y natural del mundo popular. A pesar de la moda, queremos decirles que están equivocados: no existe la “narcocultura”.

Si bien hay trabajos académicos que datan de cerca de una década, la “narcocultura” recién este año se populariza como concepto en Chile. A partir de las recientes disputas entre bandas rivales en la icónica población La Legua de San Joaquín, emerge la explosiva moda de hablar de la “narcocultura”: la vemos en titulares de diarios de distribución nacional, portales electrónicos, editoriales radiales, cartas al editor, artículos de opinión, entre otros. Esta denominación es, a nuestro ver, errática y en el límite del estigma. Efectivamente, cuando se hace referencia a “la cultura de…” se pretende denominar aquello que está inserto, arraigado, aprendido y aprehendido, enseñado, y que prácticamente no podemos despojarnos porque es parte de nuestra identidad, de nuestra cultura.

Los diagnósticos (públicos, privados y académicos) dirigidos a identificar la pobreza y la vulnerabilidad de los barrios, aún incorporan la variable “presencia de narcotráfico”. Esto como si el narcotráfico fuera un hecho aislado, independiente y natural del mundo popular. A pesar de la moda, queremos decirles que están equivocados: no existe la “narcocultura”.

De hecho, este es un debate que las ciencias sociales aborda desde fines de los años 50 cuando el antropólogo estadounidense Oscar Lewis publica su tesis sobre la “cultura de la pobreza” en México. A su vez, en el mundo de los estudios urbanos hace tres décadas que se está discutiendo la noción del “efecto barrio”. En palabras simples, el efecto barrio responsabiliza al territorio y sus habitantes por las problemáticas que allí ocurren. Eso tiene un correlato en las políticas públicas que focalizan su intervención en “barrios problema” sin relevar las brechas estructurales que los provocan.

En esta línea, el problema del narcotráfico no es solo el flujo de compra y venta de drogas. Es un problema arraigado profundamente en las estructuras que organizan la sociedad. Desde la teoría de los capitales, nos movemos y funcionamos en esas estructuras gracias a un conjunto de capitales. Entre ellos el cultural, económico, social y simbólico. Como en Chile el mundo popular se produce, reproduce y agrupa social y espacialmente, podemos reconocer ciertos barrios que tienen relativamente debilitada esta estructura de capitales. A primera vista parece que el narcotráfico los debilita aún más, pero no. Por el contrario, el narcotráfico dota a los individuos de un sistema de organización, de jerarquías, de confianzas, de solidaridad (social), de conocimientos y especialidades (cultural), de ingresos prácticamente impensados (económico), y de valoración en el ambiente (simbólico). Se trata entonces de una expresión profunda de las desigualdades en nuestro país.

No obstante, y de modo paradójico, algunas autoridades se obstinan en aumentar el control en los barrios. La evidencia muestra que, si bien el control y los recursos aumentaron con los años, el problema persiste (e incluso, aumenta). Algunos también ponen el foco en cambiar la estructura urbana de los barrios (como hace algunos años dijeron sobre La Legua: hay que desarmar el laberinto), pero los narcos seguirán ahí con o sin pasajes, con o sin grandes avenidas. Y otros más piden intervenir con niños y jóvenes, porque la batalla con el narco consolidado estaría perdida, pero a este respecto constituye una señal de injusticia inaceptable asumir que a esos niños y jóvenes les costará el doble superar el “estigma del barrio”.

Frente a esta situación, ni el sistema político ni económico como hoy están estructurados tienen posibilidad de competir con la estructura de oportunidades que ofrece narcotráfico en los barrios. Es por ello que rechazamos la idea que esta discusión sea meramente cultural, en tanto ella es esencialmente política.

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