Los Luksic y la fallida operación de concesión en Aysén: refeudalizando Chile

Por Edison Ortiz

Fuente: El Mostrador 28/11/2020

La operación implica un cambio notorio en la tenencia de la tierra, muy maligno para la construcción de comunidades armónicas, como el propio Andrónico Luksic ha podido evidenciarlo, por ejemplo, cuando la población local, en medio de la crisis de 2012, se tomó el único aeródromo público que usa casi como propio, en Villa O’Higgins. Es una cierta forma de los poderosos de restituir el orden feudal colonial con la creación de feudos territoriales, con lavado de imagen a través de fundaciones que, en muchos casos, tienen exenciones tributarias.

En febrero de 2020, la Seremi de Bienes Nacionales de la Región de Aysén recibió de parte de Paola Luksic Fontbona –una de las integrantes más silenciosas de ese conocido clan familiar– una solicitud para que el Estado entregase en concesión a la fundación que ella dirige, “Parque la Trapera”, dos lotes de 10.000 y 5.000 hectáreas de dominio público para crear una zona de protección, curiosamente en una comuna Tortel, más grande que la Región Metropolitana, y donde el 90% está constituido precisamente por áreas que están ya protegidas.

Con una rapidez que ningún vecino de Aysén hubiese visto nunca, la solicitud fue presentada por el seremi de la cartera, Alejandro Escobar –el mismo que, según Chilevisión, trató a las integrantes de un comité de vivienda de Tortel de “viejas de mierda”– al consejo regional a fines de octubre.

Fuente: Mauricio Aguilera.

Lo interesante de la solicitud es que da contexto a una serie de irregularidades y a un nuevo deporte de nuestra oligarquía local: refeudalizar Chile.

Otra vez, la Colonia

Durante esta etapa definida por autores conservadores, la capitanía general, es decir, mantenida solo por su interés como plaza militar, se construyó sobre la base de la tenencia de la tierra –la única riqueza– y sus dos modos de funcionamiento económico: la hacienda, dedicada a la agricultura, y la estancia, a la ganadería.

Fue el historiador Rolando Mellafe quien, en los 80, se dedicó a analizar exhaustivamente aquel periodo y esa institución: el latifundio, al cual llegó a caracterizar como símbolo del poder local. La hacienda como el espacio de autorreproducción del poder que luego se consolidó como República, época en que los señores latifundistas, todos vecinos de Santiago, elegían a su primus interpares, el Presidente de la República, y se compraban un escaño en el Senado o en la Cámara, desde donde defendían sus privilegios y orientaban la inversión pública en beneficio propio. Aquí, en Colchagua, está la hacienda de El Huique como testimonio se ese pasado oligárquico.

Con el tiempo –pregúntenles a Ponce Lerou, los Luksic, Matte, Angelini, Solari, Penta y otros– dicha oligarquía llegó a la conclusión que era mejor no meterse directamente al barro e inventaron la mañosa manera de controlar la política a través del financiamiento irregular, cuyo paroxismo fueron los escándalos de Penta, BCI, SQM y otros, que hoy representa muy bien el diputado Diego Schalper, que casi sin vergüenza defiende a quienes lo financian.

Lo que esta –por ahora fallida– operación de los Luksic ha evidenciado, es una cierta forma de los poderosos de restituir el orden feudal colonial con la creación de feudos territoriales, con lavado de imagen a través de fundaciones que, en muchos casos, tienen exenciones tributarias.

La lista es larga: Piñera y Tantauco, los Cortés-Solari, los Del Río en el lago Huillinco, en fin, al punto que Gabriela Luksic en Lonquimay ha restituido íntegramente el señorío feudal con la instalación de una policía privada, tal como sucedió durante la colonia en Colchagua: a la casa patronal le seguía la parroquia y luego el calabozo, como símbolos del poder del patrón, donde a falta de Estado, más valía el poder del patrón que incluso tenía el derecho de pernada sobre sus súbditos y créanme, lo ejercía plenamente. De allí la cantidad exorbitante de niños(as) huérfanos(as) que pululan por los límites de nuestra historia nacional.

Fuente: Mauricio Aguilera.

Dicha operación implica un cambio notorio en la tenencia de la tierra –Aysén tiene un patrón de ocupación muy distinto al de Magallanes (hecho a sangre y fuego o como diría nuestro escudo nacional “por la fuerza”, al punto de provocar el exterminio de la población originaria). Aysén, en cambio, se pobló con colonos chilenos que huían de las masacres de la Patagonia o de Argentina y que deseaban un pedazo de tierra para realizarse como personas – muy maligno para la construcción de comunidades armónicas, como el propio Andrónico Luksic ha podido evidenciarlo, por ejemplo, cuando la población local, en medio de la crisis de 2012, se tomó el único aeródromo público que usa casi como propio, en Villa O’Higgins.

Y eso, sin contar la perversa consecuencia de influenciar negativamente la toma de decisiones políticas de inversión pública local, como lo evidenció este proyecto que en tiempo récord (nueve meses) logró que llegara al consejo regional para ser aprobado sin problemas. De no haber sido por el malestar social que tal medida provocaría, la ampliación con dineros fiscales de la pista de Villa O’Higgins seguramente habría sido aprobada sin mayores dificultades, porque no se trata de los vecinos de Aysén, se trata de la familia, uno de cuyos integrantes corrompió al hijo de una ex Presidenta, que a través de la minería ha provocado serios daños ambientales y sociales en el norte del país y que, según el ranking Forbes, está en el número 124 de las familias más ricas del planeta.

En el clásico Los Miserables, Hugo, Hugo y Gambetta, creen que avanzan hacia adelante, dueños de su propio destino, pero los hechos parecieran que los encaminan hacia atrás. Como en esta breve historia de una de las principales familias, si no la más importante, de nuestra oligarquía local.

* El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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