El derecho a la ciudad: una razón para aprobar
Por Marcelo Mardones
Fuente: CIPER 01/08/2022
Hace medio siglo, el francés Henry Lefebvre acuñó el concepto de «derecho a la ciudad», que hoy el proyecto de nueva Constitución para Chile recoge y detalla, atendiendo así a la problemática urbana y de vivienda como parte del justo orden social.
Durante las últimas semanas, uno de los aspectos más discutidos respecto a la propuesta constitucional que votaremos el 4 de septiembre han sido aquellos relativos a la vivienda, particularmente respecto a su naturaleza y relación con la arraigada tradición del derecho a la propiedad construida en el país. En un intento de llevar agua para su molino, los defensores de la opción Rechazo han levantado una intensa campaña de cuestionamiento a la redacción del artículo 51, especialmente por el rol que le cabría al Estado en la provisión de viviendas dignas. Bajo una serie de premisas falsas, se ha intentado hacer ver al texto en oposición a la adquisición de la casa propia, un aspecto sensible para buena parte de la población que ha visto en la vivienda no sólo un bien para habitar, sino también una inversión a largo plazo para el núcleo familiar. De ahí la necesidad de discutir más profundamente el asunto.
En una columna, el historiador Simón Castillo destacaba algunos aspectos de la evolución de la vivienda a lo largo de la historia republicana, convertida en uno de los temas más complejos de abordar para los gobiernos de todo cuño político. Conventillos, callampas, tomas y otros fenómenos ligados a la necesidad del habitar en los espacios urbanos para los sectores populares de la población se han conformado como elementos de tensión para las ciudades, y en metáfora de la ausencia de compromisos públicos en la materia. Esto también se vio reflejado en la redacción de los textos constitucionales de 1833, 1925 y 1980, en los que la vivienda prácticamente no aparece, y cuando lo hace es siempre de manera marginal. La presencia del artículo 51 es una ampliación de los derechos sociales para la población en este ámbito.
Sin embargo, la relevancia de la vivienda en la actual propuesta ha puesto cierto velo en el debate del artículo 52, directamente complementario al anterior: en cinco numerales se detalla allí sobre «el derecho a la ciudad», concepto acuñado en la década de los 60 por el sociólogo Henry Lefebvre [imagen superior]. El francés fue un destacado teórico sobre desarrollo urbano, en momentos en los que la explosión demográfica y el crecimiento de las metrópolis, especialmente las del Tercer Mundo, surgían como un fenómeno que podía llevarse por delante las estructuras políticas, sociales y económicas, debido a las problemáticas que planteaban. Lefebvre postulaba en su texto homónimo de 1967 la incorporación de lo social al análisis de la ciudad, teniendo en cuenta principalmente dos ejes centrales: la participación de las comunidades en la toma de decisiones sobre la producción del espacio, y el uso que se le da al mismo.
En este sentido, cabe hacer una revisión general a los cinco numerales que componen el artículo 52:
(1) en primer lugar, se entiende el derecho a la ciudad como colectivo y orientado al bien común, asegurando su ejercicio sobre el territorio además de una gestión democrática y la función social y ecológica de la propiedad;
(2) esto busca asegurar a los habitantes de las ciudades la posibilidad de «producir, gozar y participar» en estos espacios bajo condiciones de dignidad;
(3 y 4) así el Estado adquiere un rol activo en el ordenamiento, planificación y gestión de territorios y asentamientos urbanos considerando, entre otros, aspectos como la sostenibilidad y la equidad territorial, asegurando además la protección y acceso a servicios, bienes y espacios públicos, incluyendo en esto aspectos tan centrales para la población como la movilidad. También deberá promover «la integración socioespacial y participar en la plusvalía que genere su acción urbanística o regulatoria»;
(5) finalmente, el Estado debe procurar garantizar la participación de las comunidades en la planificación territorial y las políticas habitacionales, impulsando la gestión comunitaria del hábitat.
Varios de los artículos redactados tienen directa relación con las ideas-eje planteadas por Lefebvre; especialmente el final, que declara en forma explícita el rol activo de las comunidades en la producción del espacio. Otras ―como la que cierra el numeral 4 respecto a la captura de plusvalía que hoy realizan los privados a partir de la ejecución de obras públicas (quizás el ejemplo más notorio sea el alza en los valores inmobiliarios por la construcción de redes de transporte como el Metro, lo que beneficia a inversores, más no al Estado que lo desarrolla)― resultan innovadoras, y plantean una nueva relación entre el mercado y la cuestión pública. Tenemos así un texto que busca tanto generar dinámicas sociales como hacerse cargo de problemas puntuales del territorio, planteando un nuevo compromiso social en torno a cuestiones como la planificación urbana y otros instrumentos necesarios para enfrentar los desafíos urbanos presentes y futuros.
Si consideramos que las mediciones actuales del INE nos hablan de un 88.6% de población urbana en el país, y una proyección al año 2035 de 89.1%, estamos frente a una oportunidad única para que las comunidades y el Estado puedan hacerse cargo de un escenario hipertrofiado y que hoy evidencia sus profundas tensiones. La nueva irrupción de tomas y asentamientos informales, los desafíos que impone el escenario climático, o cuestiones como la previsión de movilidad, gestión de residuos o abastecimiento de servicios sanitarios son cuestiones que plantean la necesidad de un compromiso político pensando en el futuro. Recordemos, por ejemplo, cómo la política urbana de la dictadura empujó a un crecimiento acelerado de las periferias metropolitanas, construyendo ahí bolsones de pobreza y guetificación cuyos efectos hoy apreciamos de forma cotidiana. La ausencia de un compromiso en este ámbito indudablemente contribuye a la exclusión social, por lo cual estamos frente a una oportunidad central para decidir establecer una nueva relación entre la ciudad y sus habitantes.
Considero por eso que esta propuesta recoge en su espíritu aquello que perseguía Lefebvre como objetivo de fondo: la formación de un nuevo pacto para el desarrollo de la vida urbana. Si revisamos el paisaje de muchas de nuestras grandes ciudades, no necesitamos reflexionar demasiado para darnos cuenta de que hablamos de una urgencia social; en este momento de decisiones políticas trascendentes, la cuestión urbana no puede quedar fuera del análisis, haciéndonos cargo de la conformación de nuestros espacios urbanos como un elemento central para el desarrollo de una vida en dignidad y derechos.