¿Vivienda digna?
Por Smiljan Radić
Fuente: CIPER 23/02/2022
«Diseñar un lugar donde caerse muerto. Sí, algo tiene que ver esa frase con la idea de propiedad, pero también —y antes que eso— con una cierta pertenencia más allá de la propiedad: “Dejar de pagar un arriendo perpetuo en este mundo, en una cena miserable” (César Vallejo). La vivienda depende efectivamente de la dignidad de trato para con sus habitantes. Nada más fundamental y, al mismo tiempo, menos estándar.»
Dos veces me han hecho esta pregunta. Dos veces no he sabido responder. Vamos por la tercera.
Marta finalmente construyó su casa en Ancón, al norte de Lima: un par de piezas, un baño y un patio. En realidad, un anhelado patio trasero de arena donde plantar algo y un par de piezas blancas con baño. «Ahora tengo donde caerme muerta». Flores, regar todos los días, bailar con los amigos en vacaciones, mantener reunidos a sus dos hijos que bordean los 30 (para arriba y para abajo); hijos que dejó adolescentes en Perú para viajar a Chile.
«Ahora sé dónde caeré muerta». Marta comenzó a trabajar a los 8 años en Lima. Bajó desde Cusco, no hablaba castellano. Su madre en la sierra aún no lo habla, no es necesario. Sus historias parecen sacadas de un poema de César Vallejo: «… la cena miserable, el llanto, el hambre.»
El Beno construyó su casa gracias en parte a los restos de otras construcciones que le tocó desarmar. Hace diez años, cuando él tenía 52, compró en Vilches Alto al interior de Talca, un sitio de 2.000 m2 por $4.000.000. Junto a su casa que se expande año tras año, tiene una huerta y una cancha de rayuela bajo los árboles, donde se reúne con sus amigos —los pocos que van quedando en Vilches— todos los domingos. A ellos les vende cerveza almacenada en un freezer blanco, nuevo y grande, instalado cerca del televisor aplanado frente a su sillón. El Beno es amigo de Marta. Ella le envidia su huerta y una acequia llena de agua que pasa detrás de su casa. Envidia sus flores; la rayuela la tiene sin cuidado.
Existe una foto muy conocida tomada en 1919 por Martín Gusinde. Muestra la misión salesiana del padre Zenone en territorio selknam, donde se ve un grupo de «chozas modernas» (así las narra el pie de foto); pequeños volúmenes blancos bien construidos, dos ventanas y una puerta central flotan montados en pequeños pilotes sin tocar el suelo húmedo, sobre una pampa llena de troncos talados, color plata, dispersos. A una distancia respetuosa, chozas selknam acompañan las chozas modernas. Son artefactos complejos, una especie de túmulo de palos, cueros y cortezas con interiores en penumbra. Parecen pequeñas erupciones en esa pampa erosionada, una extensión natural del suelo. Se comenta que los nativos sometidos en la reducción salesiana prefirieron habitar en sus chozas de cueros y reservar las chozas modernas para criar en ellas sus animales domésticos. Como nos han explicado, cuando dos personas dicen blanco no dicen la misma cosa. Los salesianos trataron de indexar esas almas salvajes a la planilla universal de redimidos en casas higienizadas (dignas). Los selknam murieron enfermos o asesinados como animales a escopetazos. Esas almas disfrazadas a la usanza occidental fueron allegadas sin opción a una civilización que no pudo entender sus costas de orillas confusas, llenas de nombres y murmullos, y su tiempo nómade, orillando en la baja marea, como lo describe una famosa fotografía de Furlong [1], justo donde el continente se hace imprevisible. Tampoco resistió la tentación de usar una tierra disponible sin cercos.
Claude Joseph describe detalladamente en 1931 lo que él llama una «ruca araucana» [2]. Una habitación de paja con un cielo oscuro hollinado y un suelo de tierra en la que se coordinan —como si fuera una estrecha casa japonesa contemporánea— todos los artefactos que crean habitabilidad en su interior, artefactos que dan nombre a cada rincón en ella. Mucho más tarde, esta manera inteligente de tocar el suelo fue alabada por Alejandro Jodorowsky: «… a mí me parece que es mucho más bello una raza que no deja restos. Una civilización que hace casas de paja es mucho más importante que una que hace casas de piedra».
En Apuntes del Edén, Luis Weinstein fotografía en 1981 la toma «Monseñor Fresno» en La Granja, plagada de banderas chilenas; y en 1983 las carpas en Playa Grande, Cartagena. Comparadas ambas imágenes en blanco y negro muestran un uso parecido del suelo. El grano de urbanización es el mismo y está marcado por la medida de todo aquello que pueda cargar un cuerpo humano en solitario, poco a poco, hasta montar en un tierral una habitación con restos extrañamente coordinados o una carpa con casi todos los servicios de una pequeña casa sobre la arena. «Me duele la espalda porque trabajo acarreando tierra desde los 12 —dice El Beno—. Tengo 62. Después de cincuenta años no hay máquina que aguante.»
¿Qué hacer con esos cuerpos destruidos? Si mal no recuerdo, según un estudio de la arquitecta Monserrat Palmer, en los años 80, los habitantes de una toma en Chile después de veinte años llegaban a un estado de equilibrio en sus sitios construyendo alrededor de 18 m2 por habitante.
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El sillón de Los Simpson o el de Casado con hijos frente al televisor fue el último lugar familiar que conocimos en los inicios de este siglo. Este lugar común que en su momento parecía extremadamente alienado ha sido desplazado por el celular y una cama/dormitorio donde poder echarse en una pieza con ventanas enrejadas. A través del pequeño celular lo público se cuela entre las frazadas. Ahí, encuentra durmientes revolcándose entre sueños inalcanzables y pesadillas crueles.
Gerardo es el nochero de una construcción en Santiago, duerme en una pieza de tablas, y en el día trabaja como jornalero. Cuida y no paga arriendo. Venezolano, grande, chistoso, técnico eléctrico de profesión —existen muchos técnicos eléctricos venezolanos en las construcciones—, está juntando dinero para traer a su familia a Chile. Debe pagar coimas para conseguir los pasaportes en Caracas y comprar seguridad para proteger a los suyos durante el largo viaje. Además, debe conseguir una pieza y un colegio para sus tres hijos en Santiago. Para todo eso, se ha dado un año y medio de plazo. Tiene 29 años.
Carlos trabaja en computación. Chileno, tres hijos; uno de ellos ya tiene 18 años y es autista, diagnosticado «del espectro autista» o, como también le han llamado, «con habilidades especiales». Así con la crueldad del mirón: nuestra sociedad y su lenguaje inclusivo nombra a los más frágiles, usa una chapa blanda que le permite nuevamente zafar rebautizando. Toda familia que tiene entre sus miembros a un ser mentalmente frágil (fuera de norma), sabe que cada rincón y cada momento cotidiano está comandado por ese ser que cae sobre sí mismo una y otra vez. En muchos casos, mediante un acto de sumisión amable nuestras cansadas familias al igual que una horda primitiva se mueve en torno a ella/él encerradas en verdaderas cajas de resonancia, sin poder salir. «En este caso, pertenecer al mismo grupo, en efecto, no significa de entrada más que escucharse juntos […]. Los espíritus de las hordas son cuerpos sonoros en los que los miembros de la horda están encerrados como en cajas de resonancia.» (Peter Sloterdijk, 1993).
¿Qué hacer con esas almas infartadas?; ¿con sus familias cansadas?; ¿con sus viviendas desordenadas? ¿Y los otros? Aquí, los otros son siempre los otros normativos… ¡¡¡Allá ellos, allá ellos, allá ellos!!!
Sí, efectivamente la vivienda digna tiene que ver con estándares mínimos aceptables: superficie, iluminación, soleamiento, accesibilidad, infraestructura en sus alrededores, etc. ¿Y después de eso? ¿Después de haber cumplido con todo eso y haber llenado la guata del déficit?
Después deberemos diseñar un lugar «donde caerse muerto». Sí, algo tiene que ver esa frase con la idea de propiedad, pero también —y antes que eso— con una cierta pertenencia más allá de la propiedad: «Dejar de pagar un arriendo perpetuo en este mundo, en una cena miserable» (nuevamente, Vallejo).
La vivienda depende efectivamente de la dignidad de trato para con sus habitantes. Nada más fundamental y, al mismo tiempo, menos estándar. Se quiera o no, esta razón obliga en un futuro próximo a experimentar otras posibilidades. Por fortuna, en nuestras ciudades, gracias a una sobredosis de malas experiencias (homogéneas), los resultados que no podemos repetir están a la vista. El problema no es sólo estructural, es también particular, no digitalizado… uno a uno, si se pudiera. «Se puede compartir y vivir por empatía la alegría y el dolor del otro, pero la alegría y el sufrimiento, aunque compartibles, son intransferibles.» (Edgar Morin, 2006). Parece ser que en este momento amable y deficitario debiera florecer irremediablemente una arquitectura anormal.
REFERENCIAS:
[1] Fotografía de Charles Wellington Furlong (1907). Viajeros en bajamar por la costa, Tierra del Fuego (54°10’00’’S, 68°30’00’’O). Publicada en FURLONG, Charles W., «The Vanishing People of the Land of Fire», Harper’s Magazine (Nueva York): enero de 1910, p. 226. ©Harper’s Magazine.
[2] JOSEPH, Claude H. (1931). «La vivienda araucana», Anales de la Universidad de Chile (Santiago), pp. 19 y 22.