Ricos pero pobres, después del terremoto
Por Juan Pablo Cárdenas
El terremoto dejó al desnudo la situación de pobreza e indigencia que afecta al menos a un 23 por ciento de nuestra población. Porcentaje que se duplica en los que sufren menos inclemencias aunque también drásticas carencias. Por más que se ufanen nuestras autoridades por los índices de crecimiento, lo cierto es que los beneficios de nuestra economía recaen en muy pocos, como que el 10 por ciento de los más ricos percibe ingresos más de 31 veces por encima del que reciben los más pobres. Brecha que se separa por sobre cien veces en cuanto a los recursos del 2 por ciento más pudiente, lo que explica que tengamos dos o tres multimillonarios, ya, en aquella selecta lista de los más ricos del mundo.
En los últimos 20 años se sacralizó el modelo socioeconómico heredado por la Dictadura y todos los gobiernos se empeñaron en ser los mejores discípulos y administradores del mismo, incluidos los que en el pasado sostuvieron rabiosas ideas socialistas y estatistas. Lo mismo que hicieron con la Constitución de 1980, pese a su ilegitimidad de origen y contenido tan denunciada por quienes después llegaron a La Moneda. Con la catástrofe de febrero, se teme que haya aumentado bastante el número de pobres, situación que ya ha sido señalada por las nuevas autoridades, ante la evidencia de que hay más de un millón de hogares destruidos o con serios daños por los movimientos sísmicos y el maremoto.
Dos décadas han transcurrido sin que el sindicalismo haya crecido y sus cúpulas renovadas. Lo que hemos tenido es una flagrante colusión entre la política y las dirigencias laborales, para atenuar y postergar las demandas de los trabajadores. Dejándole libre el campo a la codicia de muchas empresas, bancos e inversionistas extranjeros favorecidos por la ausencia de normas de protección laboral, indignantes exenciones y evasiones tributarias, tanto como por aquellos antipatrióticos incentivos que le permiten vaciar nuestros yacimientos y abusar de recursos acuíferos y pesqueros, así como agraviar gravemente nuestros ecosistemas. No es de extrañar, entonces, que una vez en la oposición haya dirigentes políticos que sean insultados y escupidos por los manifestantes del Día del Trabajo. Irritados por su tosco oportunismo y falta de sentido común.
Se habla del asalto popular de que fueron objeto los supermercados y multitiendas, pero se soslaya el saqueo que afectó a las empresas del estado durante la dictadura y después de ella. Tal como se oculta la codicia con que actúan las entidades financieras y las empresas eléctricas y sanitarias extranjeras en nuestro país. Gracias a la cual pueden ostentar las mayores utilidades del mundo, pese a la crisis internacional y al reducido tamaño de nuestra economía. Centenares de chilenos son detenidos y procesados por la tentación de llevarse un televisor y otros electrodomésticos a sus casas, mientras que permanecen en la más completa impunidad los políticos corruptos que se llevaron en coimas y licitaciones brujas los recursos destinados a las obras públicas y a los planes de empleo. Favorecidos, como se comprueba, por todos los artilugios que sus abogados discurren para postergar y burlar la justicia. En este sentido, hasta hoy replican sus escándalos, como la estafa practicada por algunas universidades privadas y operadores de los partidos para hacerse de los recursos destinados a los presos y torturados deseosos de emprender o continuar sus estudios superiores.
Entre los privilegios más groseros están los otorgados a las Fuerzas Armadas, verdaderamente erigidas como garantes y guardianes de nuestra “convivencia” desigual. Ni el régimen castrense dotó de tantos recursos bélicos y prebendas a nuestros cuerpos armados, en el ánimo, por supuesto, de disuadir sus prácticas sediciosas y criminales. Ineptos oficiales que siguieron durmiendo a la hora del terremoto y ni siquiera tuvieron la experticia de advertir lo que para tantos era inminente. Es decir, aquel maremoto que dejó centenares de víctimas. Uniformados hasta ahora no son llevados a los tribunales por su negligencia culpable y que, para colmo, se empeñan en justificarse y negar las advertencias que la propia Presidenta de la República le hizo en tan sentido. La misma que los llenara de charreteras, aviones, tanques y barcos para que siguieran distraídos en sus juegos de guerra. Dispendiosos recursos que bien pudieran haberse destinado a corregir las flagrantes desigualdades y, ahora, derivarse a la reconstrucción de las zonas afectadas.
Este estado de cosas sólo tiene explicación en la paralización ciudadana, la falta de organización y el tiempo que siempre se toman los pueblos para aquilatar la realidad y rebelarse. Tiene también fundamento en nuestras precarias libertades de expresión y de prensa; en la falta de diversidad informativa y en la colusión de los gobiernos con los grandes medios de comunicación para domesticar las conciencias y sosegar las voluntades. Así como también se explica en el estado policial que se manifiesta tan brutalmente contra todo tipo de protestas. Las de los pueblos originarios, las de los estudiantes, hasta las de los desempleados o deudores estafados. Represión que todos los últimos gobiernos como el actual fortalecen con más policías en las calles, cámaras de vigilancia y servicios secretos que infiltran las organizaciones y delinquen al abrigo del estado. Como por aquellas disposiciones judiciales que permiten los testigos ocultos y las detenciones arbitrarias para perseguir los supuestos delitos terroristas que luego se desbaratan. Como acaba de ocurrir los la documentalista Elena Varela, apresada y asaltada por una presunción calumniosa avalada desde el mismísimo ministerio del Interior.
Todo tiene también explicación en la ilusión de que vivimos en democracia, cuando en realidad lo que tenemos luego de 20 años es post dictadura, con un sistema electoral acotado a la mitad de la población y por la ínfima participación de los jóvenes. Con un Parlamento reducido a sólo a un duopolio político, a la concentración más vergonzosa de la riqueza y de los medios de comunicación. Como a las más extremas formas de discriminación que se expresan en la educación, la salud y el salario. Un sistema que quiere contentarnos con ser opositores o pacientes marginados, cuando en realidad lo que necesita es de disidentes.